Nunca aspiré al poder

Nunca aspiré al poder de hacer felices a los hombres, ni confortable la vida. Desprecié la meta de los humanismos digestivos y los idealismos teológicos. La tragedia era mi quimera de oro, la libertad en la ruptura, la cita con Dios en el abismo, la belleza con aire de Ángel Exterminador.

¿Era errado el Camino? O el Camino, una vez caminado, ¿no conducía a ninguna parte como lo presentí en pleno delirio? ¿Acaso sigo buscando revelaciones salvadoras en un área desconocida de conciencia, en las entrañas del monstruo que devoró a Rimbaud en el laberinto de sus iluminaciones?

Nunca dije la última palabra; siempre tuve mis dudas aflorando en silencio. He dejado de ser mudo a duras penas para mal-decir esas dudas, cuando lo que me quemaba interiormente era el ansia de claridad, el terror de la verdad, despejar la tiniebla hasta encontrar la clave de los sésamos que nos abrirían los mundos luminosos de salvación.

Mi paso no es la meta de mi generación; mi camino no es su camino. Somos caminantes juntos cada cual perdido o salvado en su camino. Libertades unánimes y esencialmente solitarias, eso es lo bello de la aventura. El Nadaísmo no era el fin, sino el medio de realizar cada uno su infierno o su paraíso a la medida de sus sueños, de sus furias, para gustar su sombra bajo el sol y beberse su sed.

En mi caso, hice de él mi trinchera, mi fortaleza, no para conquistar la gloria ni el poder, sino para no dejarme conquistar de la Muerte, la hambrienta zorra de los desiertos de Dios.

En un sentido esencial de mi verdadera vocación, he buscado en el arte el Olvido Salvador, o sea, el ocio de los sueños creadores y la rebelión del espíritu. El Nadaísmo significó todo eso: gota amarga de mi cáliz, sobrado de pan que nunca sobra, arma poderosa de mis fuerzas desarmadas, olivo de fe en la aventura humana.


Maravillosa aventura la Tierra cuando se ama y se odia con pasión creadora, religiosa. La belleza convierte el exilio en reino, y el sabor oscuro de la manzana del conocimiento en alegría de vivir. No usurpé nada a nadie, sólo defendí estos dones para nosotros, y para muchos, aunque sé que nos sobra todo lo que nos falta.

No vivir atado a la cruz irredimible del Nadaísmo, ni crucificado como Héroe o Mártir, ni colgado irrisoriamente del Mito, muerto de risa.

La cruz que no promete redención, es fatalidad.

Y ser nadaísta es también negar el Nadaísmo si ya no sirve a los poderes de la vida y el arte.

Gonzalo Arango

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