José Manuel Arango

1937-2002

José Manuel Arango (Carmen del Viboral, 1933-2002) [1] nació en un centro agrícola y artesanal del noroccidente de Colombia. Allí pasó su niñez acompañando a su abuelo en las tareas de siembra y cosecha del maíz. Hizo estudios de filosofía en la Universidad Pedagógica de Tunja, una villa colonial del altiplano donde habían vivido los Muiscas. Allí se casó y tuvo dos de sus hijos. En la Universidad de West Virginia hizo una maestría en filosofía y literatura durante el apogeo de las contraculturas y el jipismo y que le permitió conocer de cerca de poetas  como Ezra Pound, Wallace Stevens o William Carlos Williams. Fue profesor de lógica simbólica y filosofía del lenguaje en la Universidad de Antioquia, región donde  vivió el resto de su vida, en una casa de campo en Copacabana, acompañado por dos perros y una vaca y la incesante visita de sus amigos.

Tímido y desinteresado en la divulgación de su obra (“tenía un silencio hospitalario cruzado de acordes sabios y oportunos –ha escrito William Ospina--, los destellos de una inteligencia del corazón que casi nunca se apresuraba a hacer juicios y que casi siempre entregaba verdades largamente pensadas y mas largamente sentidas”) sería hoy desconocida si no hubiese hecho parte de la redacción de una revista [2], donde más que publicar sus versos servía de traductor [3]. Arango consideraba la poesía una suerte de indagación al fondo de la experiencia individual y colectiva, que llevando a cuestas nuestras concepciones del mundo de las ideas y la historia, nos conduciría a las lindes de la gracia, o la sobrenaturaleza de Lezama Lima: fuerzas que se sienten ante la presencia de un árbol, un niño, un pájaro o el amor.

Su primer libro, En este lugar de la noche, se publicó en 1973, cuando tenía treinta y seis años. La edición, pobre y mal cuidada, no impidió que algunos espíritus atentos, como Andrés Holguín [4], vieran en sus poemas la novedad que traían. En este lugar de la noche era un libro desigual, desorganizado, tipográficamente mal distribuido y con grandes descuidos sintácticos. Arango quiso dejar impreso el ritmo de su habla. Pero en este libro maravilla el tono, la visión. Su rasgo determinante es el uso que da, a metáforas virgilianas, para nombrar las cosas y los hombres. La ciudad, esas ciudades miserables que son nuestras capitales de provincia, han quedado levantadas por este maestro de obra del verbo.

En la carnicería cuelga el tronco de la res desollada
como un fuego vegetal.
Por la cara sombría
de las vendedoras de flores
rebrilla el rojo de las rosas.
Entre el griterío cantan los pájaros
y la cáscara de plátano se tuesta bajo el sol de la tarde.

Bachué, señora del agua,
Enséñame a tocar la pelusa bermeja del zapote,
a ver la sal en el oscuro lomo de la trucha.

(Baldío)

Siempre se me ha ocurrido que José Manuel Arango imagina murales. Viendo los frescos de Rivera, en México, recordaba de los textos de Arango. Pero seguro estoy equivocado y es posible que él no sea consciente de esta manera de agregar al mundo unos murales donde la pobreza es cantada en alto tono.

Aun cuando una buena parte de la poesía de Arango está dedicada al erotismo, un erotismo nada expedito, como en algún otro poeta, sus textos son siempre una mano que toca la piel de la mujer, más que actos amorosos o  fornicaciones. Arango se complace en recrear el ojo sobre el talle de una negra, o los labios de una mulata, y es raro ver en sus versos alguna muchacha mestiza o blanca.

Arango se ha ocupado también de bosquejar a los extrañados, los abandonados, los solitarios, pintando la ruina de la vejez:

Sentados en círculo,
el rostro cerrado por enigmática
sonrisa
los sordos
hacen signos extraños
con los dedos
y cuando la oscuridad
es silencio
oyen
con la cien en el puño
sus pensamientos.

Atroz vigilia de los sordos,
en sus cráneos
los silenciosos hundimientos
de los valles del mar.
Los ojos
dolorosamente
abiertos.

(Asilo)

Uno de sus mejores poemas es: Una pasado Meridiano. En él recorre no los barrios bajos sino el centro de la ciudad. Soldados, notarías, casas de citas, funerarias, pirueteros, mendigos, son los habitantes de ese mundo. La manera de elegir y colocar los sujetos es eficaz en estos poemas que aparecieron en Signos (1978).

En la cuneta el perro envenenado
muestra sus dientes amarillos.
Un sol de cobre
aporrea la nuca
y las caras aniñadas de los soldados bajo los cascos.
Notarías, casas de putas, bancos, funerarias.
Los saltimbanquis,
con sus ropas ceñidas
como bailarines
piruetean.

Mira a los que miran.
Considera esos rostros
atravesados
por una mueca rencorosa.
Bajo la suela
sentirás el asfalto
quemándote la planta.
Respira la aridez del aire,
el olor a betún, el polvo.

El viento trae un olor nauseabundo de los basureros.
Mediodías como olas de fuego sobre los tejados.
Un gallinazo vuela siguiendo la curva del río.

Párate a oír cantar a las dos ciegas.
Sentadas en el borde de concreto
de la jardinera, remotas,
rascarán sus guitarras.
Fija el dúo de voces
nasales, agudas;
el crotaloteo de las maracas.

En la acera de enfrente,
con el barboquejo pegado al mentón,
habrá un soldado inmóvil.
La poesía de Arango  tiene otro rasgo definitorio: no sirve de moral. El lector debe sacar sus conclusiones de los asuntos que el poeta, como un socrático, propone. Pero Arango sabe de qué habla. Y sin añorar el pasado uno de sus textos sitúa ideológicamente el tiempo que le ha tocado vivir.

Pensaba un lenguaje secreto,
inventado para asegurarse contra los desvaríos.

 

De noche, en la vasta sala,
con la luz en el rostro,
solía releer un grave libro.

La leyenda, no obstante,
lo imagina sobre su caballo.
Detenido en un gesto de ira.

Era el Señor.
Aún están las huellas
en la mesa, en las leyes,
en los pechos de las doncellas,
en el vaso que empañó con su respiración.

(El Señor)

Harold Alvarado Tenorio

[1] Publicó Este lugar de la noche, 1973; Signos, 1978; Cantiga, 1987; Poemas escogidos, 1988; Poemas, 1991; Tres poetas norteamericanos: Whitman, Dickinson, Williams, 1993; En mi flor me he escondido: poemas de Emily Dickinson, 1994; Montañas, 1995. Poemas reunidos, 1997; La sombra de la mano en el muro, 2002. Véase Andrés Vergara: El poeta José Manuel Arango, en El Mundo, Medellín, Junio 8, 1996; Harold Alvarado Tenorio: Una generación desencantada, los poetas colombianos de los años setenta, en Anuario de Literatura Hispanoamericana, Universidad Complutense de Madrid, 1985; Jaime Eduardo Jaramillo: Mito y vigencia de la ciudad en la poesía de José Manuel Arango, en Revista Universidad de Antioquia. Medellín. Vol. 60 no. 223, enero 1991; Luís Germán Sierra: Cántiga, en Revista Universidad de Antioquia. Medellín. Vol. 56 no. 212, Abril 1988; Tarsicio Valencia: Curvaturas en la poesía de José Manuel Arango, en Revista Universidad de Antioquia. Medellín. Vol. 56 no. 212, Abril 1988; Víctor Gaviria: Signos de José Manuel Arango, en El Colombiano. Suplemento Dominical. Medellín. Agosto 6, 1978;

[2] Creó con Elkin Restrepo las revistas de poesía Acuarimántima y Deshora.

[3] Tradujo también El solitario de la montaña fría, poemas de Han-shan (1994).

[4] Antología critica de la poesía colombiana, 1974.