Elkin Restrepo

1942

El último libro de Elkin Restrepo parece surgido de un brusco cambio de rumbo, de búsqueda de opciones con lo que fue su anterior poesía.  Y esto es válido y hay que agradecerlo, en primer lugar porque nada es más desapacible que esos poetas que permanecen para siempre aferrados a una fórmula, incapaces de salir de lo ya visto; y, en segundo lugar porque la epifanía sólo se da cuando ha sucedido una verdadera conmoción interior que había permanecido ahí, latente y que ahora se desanuda, fresca y gloriosamente, sin falsa ira, sin falso spleen.
Porque lo que llamaría persistencia de la intimidad o conquista de un yo no se da hoy como confesión, como diario personal, como pública declaración de un conflicto personal, sino como una manera de hacer entender que si la palabra del verso puede restañar la herida abierta de la vida, puede poner cerco al constante horror agazapado en lo cotidiano, también debe insistir en lo sublime.  Aquí lo que llamamos instante no es la potenciación del aquí y el ahora, la presencia de la vida -término tan arbitrariamente usado- sino el deslumbramiento ante una verdad mínima, ante una mínima evidencia.  No es pues el dolor leopardiano sino el saber, con una fina elegancia, que el dolor hace parte de lo que se es, tal como hacen parte la alegría y el sinsabor.  Esto es filosofía y este es el giro que a esta actividad de la mente y del corazón humano le concedieron poetas como Larkin: sentir sin retoricismos, con el debido pudor.
Y esto es lo que brota de la serenidad: este gran libro de poemas "La visita que no pasó del jardín".  Ser capaz de captar lo que sucede a nuestro alrededor demuestra una capacidad crítica para entender los sutiles pero profundos cambios que se han dado a través de lo que hemos denominado vida cotidiana: la existencia constreñida al seguimiento de una rutina, el deber y no el trabajo como posibilidad creativa.  Pero de la visión del pequeño burgués dominado por este vacío de vida la posmodernidad ha dado un giro radical tal como lo demuestra Maffesoli en "El instante eterno".
El lugar en la nueva ciudad es más un punto itinerario del deseo que una vieja esquina, un viejo solar.  El regreso a la tribu supone el regreso a lo trágico y aquel que mira y percibe estos cambios vive desde estas aporías la dificultad del lenguaje. En este poemario esta dificultad no se manifiesta sin embargo como "ruptura del verso, del ritmo" -manidos argumentos del mediocre- sino que se vive desde dentro, en el proceso de estas nuevas formas de encuentros y desencuentros, en los no lugares pero ya no con el conformismo de quien sabe que va a sucumbir ante el peso del mundo sino con el secreto pero poderoso optimismo de quien descubre en las cosas, en las más nimias situaciones el comienzo de un canto, el espacio de una epifanía: "Los desarreglos, las demencias cotidianas, los desenfrenos vividos en el día a día -recuerda Maffesoli- los excesos de todo orden, en resumen todos los desencadenamientos, nos recuerdan que, según un viejo adagio libertario, la libertad es ese crimen que contiene todos los crímenes".
La mirada de Elkin Restrepo no se da sobre las cosas -el anhelo de pensar que el viejo orden del mundo puede ser sustituido- sino sobre el desencadenamiento de algo fundamental: las emociones, esas calladas respuestas de nuestro yo frente a lo que lo apabulla o lo conmueve según un nuevo pénsum de sentimientos.  Aquí aparece en Restrepo un elemento que está más explícito en sus narraciones: el cinismo.  Profilaxis que nos permite no sucumbir, repito, ante la opacidad de los lenguajes establecidos y ante el sistema de objetos impuesto por el poder de turno.  Pero de estas conclusiones íntimas aparecen por fortuna excluidos dos elementos que en el siglo anterior condujeron a muchos poetas a lo peor: la Historia y la Teología.
El cínico aparentemente conoce por anticipado lo que va a suceder y sin embargo  en su mirada en lugar del oscuro pesimismo aparece lo contrario: la pietas que el sentimiento desnuda por el cual recrea la confianza, se afirma, sin doctrinas al uso, la necesidad de que es necesario crear -no tener- un comienzo.  ¿Quién se va no vuelve? ¿Cuál es la profundidad de este hábito que nace con la mañana y me construye como ciudadano? ¿Huésped o pasajero de un espacio que ni siquiera mi costumbre logró significar? ¿Para quién -como el niño que nunca dejaré de ser-abro la puerta? ¿Asechanzas de un espectro, geografías inventadas pero tan reales como mi zozobra?  Lo importante es que la desnudez es ascésis y el repentino balance de vida no es confesión procaz de lo que supuestamente nos fue negado por la vida sino decisión donde el espanto ha sido conjurado por la fuerza del verso.  Pero; han sido conjuradas la desdicha, la infelicidad? La poesía como lo pone de presente Restrepo no es una terapia ni un milagroso fármaco para recuperar las fuerzas perdidas ante ingenuas batallas, la poesía es el invisible espacio donde nos reconocemos en esa desdicha y en esa infelicidad y hay poetas -advertencia para el lector que se inicia- que confunden sus propias desdichas con la derrota del género humano.  Aquí la advertencia exige de nosotros algo olvidado ante la posmoderna procacidad: la modestia y el silencio o sea el pudor.  Quien cambió fue la vida y la poesía -una vez más- ha salido a buscarla.

Darío Ruiz Gómez