La generación del centenario

En la tercera página de El Tiempo, entre un aviso de Mogollón y otro de neumáticos Goodrich, le publican ayer al doctor Nieto Caballero un envenenado artículo contra la juventud. En realidad, el doctor Nieto Caballero merece esa evidente displicencia del gran diario matutino, ni su personalidad es todavía tan exigua para que se le relegue a un vergonzante lugar de tercer orden.

Los que reconocíamos en el doctor Nieto, como la única cualidad apreciable en él, cierta generosidad intelectual, nos llevamos ayer un chasco enorme: su artículo contra los alegres muchachos que nos hemos congregado aquí es, por la incomprensión cruda y por la ciega agresividad, digno del cráneo troglodita de Sotero Peñuela; y hay momentos en esa página innoble, en que se ve claramente que su autor no posee en lo más mínimo el exquisito don de las actitudes elegantes, ni la grandeza de alma, esa característica personal tan rara hoy, porque ni se adquiere con el estudio, ni se puede comprar con el dinero.

Ya el doctor Nieto había exteriorizado otras veces la escasa simpatía que le merece nuestra incipiente inquietud juvenil; y el mayor reproche que nos tira a la cara es el de que hasta ahora no hemos hecho nada, afirmación pueril y obtusa, puesto que mal puede haber hecho algo ya, quienes apenas están iniciando un movimiento de cohesión espiritual y material, quienes apenas tratan de concretar sus ideales, vagos y dispersos, para asumir una actitud neta; por eso es prematuro y necio lanzar el anatema cerrado, inapelable, sobre la obra que aún no se ha realizado; toda juventud es una incógnita, pese a las sibilas miopes que intentan desenredar el porvenir.

Nosotros, en cambio, sí podemos preguntar al doctor Nieto Caballero y a sus contemporáneos, los que llevan ya diez largos años de estruendosa gritería, qué es lo que han derribado y edificado. Todos los días nos dan en las narices con la famosa generación del Centenario, la generación de Eduardo Santos y Abello Salcedo, de Salvador Iglesias y Laverde Liévano, de Armando Solano y Joaquín Güel, de Villegas Restrepo y Rebollo del Castillo, de todos esos personajes bondadosos y divertidos que el señor Quijano Mantilla, con un descaro solamente comparable a su facilidad para inventar leyendas, acaba de llamar iconoclastas. Pero ¿dónde está la obra demoledora de la generación del Centenario? Hay quienes hablan del 13 de marzo, llamándolo revolución. No hay que confundir; la verdadera revolución es la culminación violenta de un largo proceso ideológico; es, literalmente, colocar arriba lo de abajo, cambiando radicalmente los regímenes, los sistemas, los métodos, los hombres. Pero el 13 de marzo fue simplemente una casualidad; una embriaguez inconsciente y pintoresca de libertad, que se habría disuelto con un triquitraque, si a alguien se le ocurre esa broma estupenda, y que tuvo feliz resultado porque el Destino, para admirar a las gentes ingenuas, se complace en organizar a veces combinaciones inverosímiles, ajenas totalmente a toda influencia inteligente del hombre. Y lo cierto fue que al día siguiente los héroes tremebundos del 13 se metieron en sus casas, poseídos de un pánico ilusorio; así fueron sorprendidos por los agentes del Gobierno que... les llevaban los nombramientos de Ministros, Secretarios y Cónsules.

Y es lógico y evidente que no podían haber hecho una revolución verdadera los mismos terribles muchachos que, un poco más tarde, teniendo la prensa y el poder electoral en sus manos, se dejaron arrebatar el Gobierno por el doctor Roa; que, luego, perdieron las incruentas batallas de la Coalición, contra el astuto señor Suárez; y que, ahora, el 4 de noviembre del año pasado, imaginaron la jugada política más torpe y descabellada que registra nuestra historia, dejándose engañar imbécilmente por el señor Suárez y el General Holguín.

Eso, y nada más, ha sido la crepitante generación del Centenario: unas cuantas docenas de amables y risueños títeres que el viejo nacionalismo, más o menos entre bastidores, ha movido a su antojo. Hoy, después de tantos años de hermosa y superficial algarabía, nos entregan vivos y dominantes a los ancianos cubileteros del siglo pasado; ahí están todos explotando al país, como la generación del Centenario los encontró. ¿Dónde está, pues, la obra demoledora de los jóvenes iconoclastas? Que tenga cierto valor relativo, aunque no perdurable, hay por ahí algún editorial de Luis Cano, uno o dos o tres pequeños estudios críticos de Manrique Terán, uno o dos o tres bellos sonetos de Rasch Isla, y nada más; no nos atrevemos a incluir el último raquítico folleto amoroso de López de Mesa, digno de un seminarista adolescente.

Y se le puede abonar también a esta famosa generación su innegable honradez política, esa cualidad sublime y estéril que alcanza con frecuencia los límites de la más auténtica tontería.

El Sol, Bogotá, diciembre 21 de 1922.

Luis Tejada

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