León de Greiff
No sólo por el prurito informativo, sino con el deseo de
imprimir a estas páginas de los lunes una evidente intención revolucionaria,
vamos a hacer pasar por ellas, sistemáticamente, todos los valores
literarios de la generación que empieza a surgir. Alguien ha dicho que esta
generación no se diferencia en nada a la anterior, literariamente.
Trataremos de probar que eso no es así: que nuestros jóvenes poetas y
prosistas son más sustantivos, más fuertes, más originales, más saturados
del sentido íntimo de la tierra, que los que les anteceden.
Muchos de estos muchachos ya han logrado imponer sus nombres en el país,
otros son completamente desconocidos y nosotros los revelaremos por primera
vez. Pero, es obvio que tanto los unos como los otros, no han dado todavía
de sí todo lo que pueden dar y, por eso, no deben considerarse sus obras
como realizaciones culminantes, sino como indicios de algo más grande y
decisivo que seguramente llegará con la madurez.
Y empecemos con León de Greiff porque es, entre todos nosotros, el que con
más recias líneas ha definido su personalidad. Hay quienes aman y quienes
odian sus versos, pero nadie permanece indiferente a ellos, por la singular
virtud de penetración que contienen.
Para ser el poeta de hoy y de mañana, el poeta necesario y esperado, León de
Greiff posee ya una cualidad esencial: su formidable capacidad
revolucionaria, que le ha permitido desvincularse en absoluto de todos los
prejuicios estéticos diseminados en el ambiente. Como Darío y Herrera y
Reissig, los grandes intuitivos, los grandes desencadenadores del idioma, de
Greiff ha descubierto formas nuevas para el verso, imprimiéndole
insospechadas armonías musicales en el ritmo, y sorprendentes combinaciones
en la rima, no empleadas antes ni aun por los inquietos futuristas de
ultramar. En ese sentido es un innovador auténtico, un verdadero
revolucionario.
Ahora, en cuanto al fondo de su poesía, nosotros encontramos en León de
Greiff un defecto considerable: la egolatría; no esa simple obsesión
autobiográfica y anecdótica que el señor Quijano Mantilla llama egolatría,
sino cierto elevado narcisismo espiritual, cierta idealización de sí mismo,
que transcurre a lo largo de la obra del poeta, robándole universalidad y
profundidad.
Pero ya en sus últimos poemas, de Greiff va saliendo sensiblemente de sí
mismo, para aplicar su sensibilidad maravillosa a la realidad exterior;
porque empieza a adivinar que es necesario crear vida externa, enriquecer la
realidad actual proyectándose generosamente hacia afuera, y cuando esa
conjunción del poeta y la vida se efectúen, entonces León de Greiff, más que
ningún otro en América, estará en situación de darnos el poema supremo de
esta hora, el que hace resumir, precisándolas y exaltándolas, todas nuestras
angustias y nuestras alegrías actuales.
El Sol, Bogotá, diciembre 18 de 1922.
Luis Tejada
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