Este cigarro
Hay personas muy cuerdas en sus maneras de ser y de pensar, pero que, a
pesar de ello, con lamentable ligereza prestan atención a los bárbaros
preceptos y filantrópicas recomendaciones que algunos sabios de los Estados
Unidos y de Alemania suelen darnos a menudo para conservar intacta la salud
del cuerpo y alargar por unos cuántos años esta pobre vida nuestra, dulce y
calumniada.
Se dice, por ejemplo, con incalificable desfachatez, que entre los labios
húmedos y bermejos de una cándida novia, pueden ocultarse miradas de
microbios infames; hay quienes han dejado para siempre de beber el agua
sabrosa y clara de Padilla, alegando el fútil e increíble argumento de que,
dentro de esas gotas transparentes, puras como unas pupilas de niña, se
agitan tribus invisibles de bacilos de tifus o de tuberculosis galopante; en
cambio abrevarán ese líquido detestable que los rayos ultravioleta se han
encargado de hacer insípido y prosaico; pero más que todo eso, me ha
conmovido profundamente la resolución de un apreciable amigo y empedernido
fumador, que ha dejado durante todo un mes y medio el delicioso
entretenimiento de arrojar humo perfumado por las narices y contemplar luego
las grises espirales que ascienden al cielo llevándose enredadas a sus
cabelleras las menudas penas, las preocupaciones locas, las inquietudes
cotidianas de nuestros corazones.
¡Oh, infortunio! Ya la saña de los higienistas, de los facultativos de todos
esos odiosos señores que se preocupan tanto por el mejoramiento futuro de la
raza, ha llegado hasta prohibir y anatematizar ese pequeño vicio del tabaco,
único esparcimiento decente que quedaba a muchas personas honradas.
¡Porque son tan pequeños ya nuestros vicios! Un extraño afán de ser
correctos, moderados ejemplares, de aborrecer las locuras y las calaveradas,
nos invade a muchos; todas las mañanas procuramos asesinar dentro de
nosotros alguna cosa inútil, aunque sea sabia, perjudicial, aunque sea
bella. Confesémoslo: eliminamos en nuestros caracteres los defectos, pero
también van desapareciendo hermosas cualidades. Nos convertimos al fin en
algo rectilíneo, sin profundidades y sin alturas, tan estúpido como una
llanura.
Por eso he mirado con lástima la actitud de este amigo mío, que quiere
entrar por un absurdo camino de perfección. Pero, comprendo; tus magníficos
dientes blancos se tornarán en oscuros y repugnantes; tu memoria, tus
facultades todas, tan lúcidas, se volverán tardas y pesadas, como envueltas
en lana de cordero; tu pobre corazón, que antes era exacto como un reloj,
empezará a palpitar acelerada y bruscamente, como un caballo indomado; y
luego esa nicotina fatídica envenenará la roja sangre de tus venas. ¿No es
esto y algo más lo que dicen los eminentes sabios de antiparras, los
imperturbables sabios de ultramar?
A pesar de todo, es tan dulce suicidarse uno así, suavemente, lentamente,
mientras las espirales azules de este espléndido cigarro de la Vuelta Abajo,
suben al techo, vagas, aromadas, llevándose adheridas a sus cabelleras las
menudas penas, las preocupaciones cotidianas, los ensueños locos de nuestras
almas perezosas.
El Espectador, Bogotá, 6 de julio de 1918.
Luis Tejada
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