La pobreza
En estos críticos
momentos que atravesamos, no sería conveniente hacer algunas menudas
observaciones acerca de la pobreza como método necesario de vida. Los que
tenemos la fortuna, inestimable hoy más que nunca, de no ser banqueros, ni
cafeteros, ni empresarios, ni comerciantes, ni propietarios, y no tenemos
por lo tanto nada qué perder ni qué ganar en este río revuelto, podemos
apreciar ahora desde un buen punto de vista práctico, las grandes ventajas
de la pobreza y sus excelencias como elemento decisivo para la tranquilidad
personal y la felicidad general en el mundo.
No voy a recomendar la pobreza como una virtud más o menos indispensable
para alcanzar el cielo, tampoco voy a predicar a los millonarios que
repartan cuanto antes sus riquezas ni a decir a las gentes que dividan su
capa con el prójimo y se metan a vivir como Diógenes debajo de un tonel
vacío. Soy enemigo convencido de esa clase de aparatosos heroísmos
sentimentales; los movimientos demasiado caritativos me infunden cierta
desconfianza y el altruismo sistemático me parece una de las peores manías.
Simplemente quiero insinuar que la pobreza decente, holgada y sencilla es en
este siglo profundamente igualitario y violento, una base de seguridad
personal y una garantía de paz y de estabilidad. Hay más: creo que la
pobreza es un magnífico negocio, quizá el único magnífico negocio que se
pueda hacer hoy con seguros resultados prácticos para el porvenir. Es
evidente que el mundo económico se ha transformado de raíz y seguirá
transformándose más; los que tienen algo qué perder, sin duda lo perderán
hoy o mañana, o al menos, sufrirán las zozobras de la situación y el
espanto del peligro inmediato; en cambio, a los que no tienen nada qué
perder, lo peor que les puede pasar será continuar como están, aunque es más
probable que ganen algo, pues siempre sucede que cuando unos se arruinan,
otros mejoran proporcionalmente. Pero hay una cosa todavía más grave, y es
el trastorno social que hay en el mundo: la revolución, el advenimiento de
los desharrapados y de los pequeños. La demasiada riqueza se ha convertido
en un peligro para el que la posee; como el hereje en otras épocas, el
millonario se ha hecho hoy un poco sospechoso: no vale la pena, pues,
acumular durante laboriosos años de trabajo un tesoro, para que cualquier
día lleguen las gentes feroces y no sólo lo despojen a uno, sino que hasta
lo ahorquen de un árbol de la plaza mayor. En este caso, que ha sucedido con
frecuencia y que sin duda seguirá sucediendo, los pobres, es claro, no
correrán ningún riesgo; al contrario, se harán a méritos entre los probables
vencedores.
Pero lo más excelente de la pobreza, hoy, es que se ha convertido al fin en
una cualidad rara y difícil, solamente apreciada por los hombres de
verdadero gusto. Cualquiera puede ser rico: le basta economizar y trabajar,
cualidades negativas y puramente mecánicas; las posibilidades de trabajo se
han multiplicado y la nada envidiable virtud de la economía se ha hecho
general: cualquier muchacho formal se consigue una fortuna cuando menos lo
piensa. En cambio, la pobreza se ha vuelto casi imposible; se necesita,
además de una considerable cantidad de talento, cierta energía firme para
ser pobre, para no entregarse con loca ansiedad a los negocios fáciles y
demasiado productivos. Antes, un hombre de buen gusto podía ser rico sin
escrúpulos estéticos; los placeres de la riqueza no se habían popularizado
tanto, no se habían hecho tan comunes y tan accesibles a todos.
Hoy la invasión formidable y tenaz de los "nuevos ricos", con sus
ostentaciones estrepitosas, ha hecho que las más exquisitas comodidades se
vuelvan detestables y vulgares. ¿Quién podrá llevar ya joyas preciosas en
las manos, en la corbata, en la cadena del reloj, si todos los fabricantes
de conservas las llevan en radiante abundancia? ¿Quién podrá guiar su
automóvil, si el negociante en novillos y el político barrigón y el prendero
de la esquina, llevan los suyos de mil colores y nos lo meten a cada paso
por las narices? El Champaña, la seda, el frac, los diamantes, los palacios
suntuosos, los finos muebles, todo se ha prostituido hasta un grado ínfimo y
no merece la pena de esforzarse un poco para disfrutarlo. El hombre
verdaderamente aristocrático del porvenir buscará los placeres modestos y
vivirá inadvertido dentro de una pobreza digna y voluntaria: llevará las
manos desnudas, vestirá el sombrero de copa, prenda de aurigas, y el
champaña, bebida de filipichines: no tendrá preocupaciones sociales, porque
la sociedad se hará aún más fatua y vulgar, y detestará las mansiones
modernas de fachadas pretenciosas y demasiado impersonales, para habitar la
clásica casita española de amplio patio sombreado y dulces tejas rojas. La
pobreza así será el método ideal de vida, y sólo cuando los ricos se
resuelvan a ser pobres por imitación o por envidia, entonces empezaremos
nosotros a ser ricos de nuevo, para sostener el contraste.
El Espectador,
Bogotá, Noviembre 27 de 1920.
Luis Tejada
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