José Asunción Silva

1865-1896

Como se sabe, José Asunción Silva nació en Santa Fe de Bogotá, en el hogar de un rico comerciante cuya prosperidad dependía del auge de los artículos de lujo y del laissez faire, laissez passer.

Desde la niñez Silva conoció los dos polos entre los cuales se debatiría su vida: el dinero y los libros. En Bogotá lo más importante era ser, primero, comerciante, y luego, hombre bien educado. Al cumplir los dieciocho fue enviado a Europa para estudiar la posibilidad de ensanchar los negocios familiares.  Los meses que gastó en París y Londres fueron suficientes para quedar intoxicado con las ideas y los vicios, que como un mal del siglo, circulaban al son de las canciones de anarquistas y revolucionarios.

Silva tenía dieciséis años cuando Rafael Núñez, después de la batalla de La Humareda, declaró que la Constitución de Ríonegro había dejado de existir. La más feroz de las castas colombianas se entronizó en el poder, de donde saldría, por un momento, medio siglo más tarde, con la llegada al gobierno de Olaya Herrera. El país que Núñez pudo arruinar, era, por supuesto, analfabeta. Ese país y su educación lo vendieron los Reformadores a la iglesia con la constitución del ochenta y seis y el concordato del ochenta y siete. El triunfo de la religión sobre la vida y la cultura fue de tal magnitud que, como en una resucitada Edad de la Fe, medio millar de templos, algunos de proporciones catedralicias, fueron levantados sobre el paisaje de un país que llevaba más de dos siglos luchando contra el feudalismo.

A principios de 1886 regresó a Bogotá, donde redactó algunos de los poemas que aparecieron en La lira nueva. Un año más tarde falleció su padre, y vendrá para Silva la peor época de su vida, si a las cincuenta y dos ejecuciones judiciales por deudas, sumamos la desaparición de Elvira en 1891.  En diez años, entre el ochenta y cinco y el noventa y cinco, Silva escribió los textos más dolorosos e irónicos de su obra y su tono fue cambiando a medida que se acercaba a la muerte.

Desde su retorno a Bogotá, la contradicción que tuvo que enfrentar fue producto de sus ideales de grandeza y la mezquindad del medio.  El artículo de Camilo de Brigard (El infortunio comercial de Silva, Revista de América, Nº 17 y 18, Bogotá, 1946), sobre los fracasos comerciales de su tío, muestra en detalle el desarrollo de su tragedia. Todos los lujos que se criticaron en Silva son pocos ante la angustiosa vida diaria que tenía que enfrentar. Una vez arruinado, el gobierno le nombró en un cargo diplomático.

En Caracas, la vida pareció abrirle nuevas ventanas. Las gentes cultas le recibieron con entusiasmo, las mujeres lo halagaron, las revistas le invitaron a colaborar. La muerte de Núñez, y el ofrecimiento de Caro de un puesto inferior en Guatemala, hicieron que Silva regresará a Bogotá. Volvió lleno de entusiasmo y con la cabeza atiborrada de planes industriales.  Pero fracasó.  Nadie quiso creerle, a pesar de los esfuerzos que hizo por mostrar que se había reformado, que ya no era más un poeta sino un hombre de empresa. No obstante, su desprecio por el pragmatismo se había acentuado.

Considerado uno de los precursores del modernismo, Silva es en su novela De sobremesa (1925), publicada póstumamente, un modernista a carta cabal. Se cree que la redactó de nuevo luego del naufragio del buque Amèrique, a finales de enero de mil ochocientos noventa y cinco, donde perdió los originales de otras de sus obras como los Cuentos negros, Las almas muertas  y Los poemas de la carne.

Silva puso en José Fernández, el personaje de la novela, rasgos de su personalidad y abundante autobiografía, al tiempo que hace de sus deseos sueños del protagonista. Fernández es un delirio de Silva. Rico, hermoso y poeta, vive rodeado de refinamientos y lujos pero es víctima de un suplicio que le hace querer, tener y buscarlo todo. De allí que en plena juventud Fernández haya agotado los caminos que le conducirían a la felicidad. Ha estudiado  lenguas vivas  y muertas, filosofías, historia, las formas del arte a través del tiempo, probado todas las drogas de moda y saciado la carne en multiplicidad de cuerpos logrados con engaño o con dinero. Fernández desprecia el arte, la literatura y la fe en el destino. Sólo los placeres, los negocios y el enriquecimiento fácil son válidos para él pues pueden conducirle al poder que tanto necesita. Ni siquiera la búsqueda de la misteriosa Helena, encarnación del arte, de aquello que no se entrega, alivia su neurosis.

En 1886 aparecieron, en diversas revistas, algunos de los poemas que darían a Silva la relativa audiencia y el escaso prestigio que conoció en vida.  Se pueden dividir en tres grupos, incluyendo los publicados póstumamente. El primer conjunto lo formarían Crisálidas (1886), Resurrecciones (1886), Obra humana (1886),…?… (1898) y La respuesta de la tierra (1908).  Silva pregunta por el destino del hombre después de morir:

al dejar la prisión que las encierra
¿qué encontrarán las almas?
(Crisálidas)

Estrellas que entre lo sombrío
 de lo ignorado y de lo inmenso,
 asemejáis en el vacío
 jirones pálidos de incienso;

 nebulosas que ardéis tan lejos
 en el infinito que aterra,
 que solo alcanzan los reflejos
 de vuestra luz hasta la tierra;

 astros que en abismos ignotos
 derramáis resplandores vagos,
 constelaciones que en remotos
 tiempos adoraron los Magos;

 millones de mundos lejanos,
 flores de fantástico broché,
 islas claras en los océanos
 sin fin ni fondo de la noche,

 estrellas, luces pensativas!
 estrellas, pupilas inciertas!
 ¿Por qué os calláis si estáis vivas
 y por qué alumbráis si estáis muertas?
(…?…)

El segundo conjunto lo componen Ars (1886), Convenio (1886), Un poema (1898) y La voz de las cosas  (1908), donde ya es evidente el abandono de la retórica romántica para dar paso a sugerentes introspecciones sobre la caducidad de lo vivo y el paso del tiempo, que rotura sin piedad la unidad del ser. En el verso, como en un cáliz, el poeta debe poner las tristezas del paso por el mundo, los mejores recuerdos del pasado y la belleza a fin de que la existencia pueda conocer algo de felicidad.

El verso es vaso santo. ¡Poned en él tan sólo,
un pensamiento puro,
en cuyo fondo bullan hirvientes las imágenes
como burbujas de oro de un viejo vino oscuro!

¡Allí verted las flores que en la continua lucha
ajó del mundo el frío,
recuerdos deliciosos de tiempos que no vuelven,
y nardos empapados de gotas de rocío

para que la existencia mísera se embalsame
cual de una esencia ignota
quemándose en el fuego del alma enternecida
de aquel supremo bálsamo basta una sola gota!

(Ars)

La musa le recrimina por cantar asuntos tristes, y le invita a ir al campo: me das mariposas te daré rimas.  Después de buscar los mejores metros y temas para un poema, lo muestra a un crítico, y este responde. La voz de las cosas  quiere asir lo gris de los sentimientos, lo confuso de los sueños.  Intuiciones de una poética que no pudo levantar a cabalidad.

¡Si os encerrara yo en mis estrofas
frágiles cosas que sonreís,
pálido lirio que te deshojas,
rayo de luna sobre el tapiz,
de húmedas flores, y verdes hojas
que al tibio soplo de Mayo abrís,
si os encerrara yo en mis estrofas,
pálidas cosas que sonreís!

¡Si aprisionaros pudiera el verso
fantasmas grises, cuando pasáis,
móviles formas del Universo,
sueños confusos, seres que os vais,
ósculo triste, suave y perverso
que entre las sombras al alma dais,
si aprisionaros pudiera el verso
fantasmas grises cuando pasáis!

El tercer grupo reúne los textos que: El recluta (1886), Serenata (1888), Nocturno (1892), Vejeces (1898) y Día de difuntos (1904). Los retratos son aquí realistas, un poco de Millet, exteriores de Lega, claroscuros de Rusiñol:

La calle está desierta; la noche fría;
velada por las nubes pasa la luna;
arriba está cerrada la celosía
y las notas vibrantes, una por una,
suenan cuando los dedos fuertes y ágiles,
mientras la voz que canta, ternuras narra,
hacen que suenen todas las cuerdas frágiles
de la guitarra.

La calle está desierta; la noche fría;
una nube borrosa tapó la luna;
arriba está cerrada la celosía
y se apagan las notas, una por una.

Tal vez la serenata con su ruido
busca un alma de niña que ama y espera,
como buscan alares donde hacer nido
las golondrinas pardas en primavera.
La calle está desierta; la noche fría;
en un espacio claro brilló la luna;
arriba ya está abierta la celosía
y se apagan las notas una por una,
el cantor con los dedos fuertes y ágiles,
de la vieja ventana se asió a la barra
y dan como un gemido las cuerdas frágiles
de la guitarra.
(Serenata)

La poesía erótica de Silva vino a conocerse después de muerto, con la publicación de Gotas amargas. Leídos como se fueron publicando, y no cómo los escribió, el panorama es desolador: de la pasión y el fuego, hasta la más torcida mueca y las enfermedades venéreas. En estos textos está todo el odio que sentía por las costumbres morales, contra la doble moral del burgués. Lucha que terminó solo sesenta años más tarde, con la publicación, (1951), de un poema titulado Enfermedades de la niñez.

Los poemas de Gotas amargas  se burlan del candor de las jovencitas cachacas, de su hipocresía: el tocador de la soltera está rodeado de perfumes, esencias, flores, diamantes y la carta de amor.

Harold Alvarado Tenorio