La vida en vano

Siempre fue igual el amor a caminar despacio bajo la lluvia,
a saber el deseo, donde se dura, presa en otro cuerpo,
a volver los ojos al hombro y ver el horizonte.
Pero la libertad concluye cuando deja de entregarse.
Y si el amor ya no acompaña, ¿a dónde ir?
Mas el amor varía como las estaciones.
Algo suena en el río amenazando sombra:
se contaba en la infancia que las piedras
estallan cuando vienen las crecientes
y siniestras creaturas se liberan
que van corriente abajo destruyendo.
De nada tienen piedad hasta que vuelven
a meterse en las rocas. Así el amor.
Sucede, en los amantes, que siempre hay uno que ama más,
y él dirige, activa, muere y muere, se ahonda o sube
mientras el otro en la serena sombra se desliza
donde el día puede dormirse y estremecerse en sueños.
Pero la amada entonces recibe del amante
el amor, como una corona en la frente.
Siempre fue el amor como el comienzo de otoño,
el profundo labrarse del hombre como piedra en el agua,
como cuchilla en la piedra, el ir preparando día tras día,
sin saberlo, el hallazgo de un sueño:
entonces yo
puse cuerdas al sueño y sonó como un arpa.
El amante siente que algo sucede entre su pecho
porque la amada lo ama más. Y poco a poco
lo supera: él, definitivamente perdido.
Donde parece que no cuenta el tiempo, en las prisiones,
se ven salir después de la condena
jóvenes rostros que al sentir la libertad se vuelven viejos.
Así el amor. Como en Alemania de post-guerra,
cuando después del trabajo se reúne la familia
en el antiguo símbolo de la mesa, y todos van llegando
con la edad: el joven y su esposa con la
llama azul de sus ojos y con el hermoso hijo de la mano;
el abuelo, magro y severo, todavía como el sabor de la cerveza,
y la madre, más severa aún: entonces, al juntarse en los manteles,
todos envejecen, mientras
por la frente del niño cruzan las arrugas del
bisabuelo del retrato. Porque en ese instante piensan
que no existe el futuro sino las sillas vacías en la mesa.
Así el amor.
Siempre fue el amor igual a poblar una doncella,
a verla convertida en siembra porque todos
los días busca nuevo nombre, y así, llena de nombres
hasta la concepción.
Allí cayó el amor, se dice, y uno lleva
los huesos ardiendo, al rojo vivo.
Todo se siente en la oscuridad: el arco tenso,
ceniza el corazón, por suelo el pecho,
el otoño con su máscara de frutos, el cielo de mañana,
el apetito de volver aunque no sea sino los ojos.
Allí cayó el amor, se dice, y se dice
que Tereo comió la carne de sus hijos
y respiró hueco, su cuerpo hueco y a la merced del viento,
mientras la golondrina y el ruiseñor iban cantando.
Siempre fue el amor igual a salir todas las noches
a buscar una estrella entre el ancho cielo.
Y no encontrarla es un mal signo, porque todo
está marcado como las cifras en la piel de las bestias.
Y se continúa buscando y esperando. Digo a propósito
que en el Barrio Chino de Salamanca, rodeado de conventos,
llevaba Luisa, ya octogenaria, flores de papel
en la cabeza.
Viene luego la asignación de los días vacuos,
de los días mercenarios que se quisieran alquilar,
casi sin fecha,
tal vez para llenarlos como un cántaro.
Entonces viene la pregunta: ¿a dónde ir?

Eduardo Cote Lamus

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