Oración para que no muera Lenin

¡Oh, Parcas silenciosas, ya que lleváis en vuestros ágiles dedos los hilos de la vida, detened un instante la tijera tremenda ante ese más puro, más fuerte y más bello que todos: porque ése es Lenin, Nuestro Señor!

Que caiga Wilson en Londres y Rathenau en Berlín; que la hoz lívida de la muerte siegue a oscuras cabezas a lo ancho y a lo largo de la tierra. Está bien: la carne y la sangre de los hombres rejuvenecen al mundo fatigado y lo fecundan; pero que no llegue aún hasta el Kremlin de cúpulas nevadas, porque ahí bajo la bóveda de oro yace el espíritu redentor. Sólo él es necesario hoy al porvenir; es el piloto en el caos; el que lleva la luz en la oscuridad, la única y última esperanza de los pueblos. Porque, ¿a dónde iría a parar el mundo bajo la zarpa astuta y cruel de los George, de los Clemenceau, de los Poincaré, de los falsificadores de democracia, tiranos de americana, conquistadores de sombrero de copa, si no aparece en el confín de la estepa el sublime Cristo hiperbóreo de ojos oblicuos, de barbas endrinas, de sencillo y misterioso paso? Al soplo de sus labios sinceros, las pequeñas almas, los espíritus humildes, destripados y ennegrecidos por la esclavitud, todos los que no alcanzaron a ser redimidos en Jerusalén, se irguieron entre el lodo, dignificados por la llama santa de la rebelión: el mujik se hizo hombre y se hizo hombre el oprimido proletario de la ciudad; y se vio el espectáculo doloroso y maravilloso de una humanidad envejecida que empieza a mudar de piel.

Porque sólo él, genio destructor y constructor, lleno de nuevas soluciones, ha sido capaz de poner un poco de orden en la vida que se había vuelto angustiosa y caótica; él la está transformando, la está haciendo más humana, más sincera, más equitativa; puesto que el sol y la felicidad son para todos, él está dando a cada uno de los pobres hombres la parte de sol y de felicidad que le corresponde.
Por eso es necesario, ¡Oh dioses!, que el redentor no desaparezca todavía, que sus ojos supervidentes no se cierren ni sus manos creadoras se hielen sobre el pecho; los gusanos negros pueden esperar en sus cubiles, devorando mientras tanto las carnes bellas e inútiles que la muerte les manda; pero el mundo no puede esperar todos los miles de años que se requieren para que llegue otro salvador.

El Espectador, Bogotá, julio 2 de 1922.

Luis Tejada

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