Piedra y cielo

1930-1950

Financiados en su totalidad por Jorge Rojas (Santa Rosa de Viterbo, 1911-1995), un acaudalado terrateniente aficionado al tenis, agente de licores de caña, bachiller bartolino y abogado javeriano quien fuera apenas titular [el indiscutible fue un protegido de Eduardo Carranza, compañero sentimental de su hija] de una casa de politiquería conocida como Instituto Colombiano de Cultura [Colcorrupta], fueron dados a la imprenta entre Septiembre de 1939 y Marzo de 1940,  siete cuadernos de “Piedra y cielo” de Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Eduardo Carranza, Tomas Vargas Osorio, Gerardo Valencia y Darío Samper.

Colombia acababa de inaugurar el gobierno de La Gran Pausa [1938-1942] de Eduardo Santos, antítesis de La Revolución en Marcha de Alfonso López Pumarejo, quien durante el primero [1934-1938] de los suyos quiso situar el país, a tono con las conquistas democráticas de la constitución republicana española del 31, mudando el estatuto colombiano del XIX en un  instrumento del Estado Social de Derecho con las teorías intervencionistas en boga, la obligatoriedad de las grandes empresas para pagar impuestos ajustados a sus ganancias, la utilidad pública de los bienes ociosos, la reforma a la tenencia de la tierra, el impulso a la universidad estatal y la educación laica y obligatoria, el derecho de la mujer a la educación, etc.

Si López Pumarejo había sido simpatizante del crecimiento de los sindicatos y defensor de la industria nacional, Santos se declaró contrario a las masivas confusiones de liberales y comunistas, partidario irrestricto del presidente F.D. Roosevelt y el Vaticano y por supuesto de la jerarquía colombiana. Un gobierno típicamente liberal, alejado de las doctrinas socialdemócratas del Lopismo, equidistante de los ismos [fascismo, franquismo, comunismo], pero apoyando, como gran burgués afrancesado que era, la educación de las elites y las iniciativas de Gerardo Molina como Rector de la Universidad Nacional; el marxista Luis Eduardo Nieto Arteta, autor de Economía y cultura en la historia de Colombia; José Francisco Socarrás, médico y sicoanalista, ideólogo de la Escuela Normal Superior de Colombia; o Luis López de Mesa, al tiempo que acogía un buen número de intelectuales republicanos que huían de la España de los nacionales franquistas.

Esas eran las circunstancias sociales cuando a Jorge Rojas se le ocurrió promover los cuadernos de Piedra y cielo, santo y seña tomado de un libro de Juan Ramón Jiménez (1881-1958), un andaluz amante de los asnos, neurótico y depresivo,  atribulado por la búsqueda de “la belleza” con el ejercicio de una posible perfección de estilo, vacío de los decorados de los epígonos del Rubén Darío que triunfaba en Buenos Aires, la metrópoli por excelencia del mundo hispánico, y de las catástrofes de cuerpo y alma del Surrealismo y las otras vanguardias. Una poesía de equilibrio, helada, equidistante de la misma existencia por situarse entre la tierra y el firmamento, entre la piedra y el cielo. La “estética”, “sencillez de los espíritus cultivados”, un decir, sin decir, que nadie supo nunca qué era:

Esparce Octubre, al blando movimiento
del sur, las hojas áureas y las rojas,
y, en la caída clara de sus hojas,
se lleva al infinito el pensamiento.

Qué noble paz en este alejamiento
de todo; oh prado bello que deshojas
tus flores; oh agua fría ya, que mojas
con tu cristal estremecido el viento!

¡Encantamiento de oro! Cárcel pura,
en que el cuerpo, hecho alma, se enternece,
echado en el verdor de una colina!

En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina.

Hoy sabemos que poco tuvo que ver JRJ y su poesía con las circunstancias y aparición de los Piedracielistas. Lo cierto es que Eduardo Carranza,  publicista del grupo, luego de haber cortejado por años a Guillermo Valencia sin obtener recompensa alguna, optó por privilegiar la poésie maudit de Eduardo Castillo, “bañada de una tierna luz cordial, … temblando suavemente sobre nuestro espíritu.” ante las “recreaciones arqueológicas”  del parnasiano de Popayán. Valencia era, para el Carranza santista, modelo 1941, un poeta deshumanizado, un impasible arquitecto de la lengua, de espaldas a su tiempo. El Carranza que afanosamente quería congraciarse con Pablo Neruda sin acercase a Lorca, Alberti, ni Cernuda y menos a su ideología, ni compartir sus luchas; que apenas conocía la nueva poesía española a través de la antología de Gerardo Diego de antes del estallido de la Guerra Civil Española, no encontró mejor camino que hacer evidente su incapacidad para comprender la grandeza de una obra que era sustancia de la gran renovación de la lengua desde el mismo Cervantes, y que su propio autor menoscababa con sus ambiciones políticas retardatarias, puestas en circulación desde el mismo cambio de siglo. Hacía cuarenta o más años que Valencia había publicado Ritos, y nadie, ni Barba Jacob, Castillo o Leopoldo de la Rosa, habían podido remplazarle. Como los Nadaístas de los sesenta cubriendo de lodo la obra de Mito, Carranza se dispuso, con la ayuda de El Tiempo, no a borrar del mapa a Valencia sino a sepultar al gran Aurelio Arturo, su verdadero dolor de cabeza, haciendo fulgurar, día y noche, año tras año, hasta la misma hora de su muerte unas canciones que a la par del bolero, aspiraban a conquistar en vespertinas una muchacha, rica y sumisa, que les sacara con su herencia de la miseria y tristeza del mundo.

El Carrancismo, más que Piedracielismo Juanramoniano, fue un asunto de higiene sexual, como lo entendió la lucidez de Antonio García, para quien la “nueva poesía era un documento social de primer orden pues reflejaba un estado de insensibilidad nacional frente a los grandes conflictos humanos y un estado de hiperestesia frente a las cuestiones de índole amorosa”. Carranza, dice García, creía sus libros de versos “breviarios de amor” pues eran testimonio del hambre de sexo que imponía la dieta religiosa y sólo en la poesía todo podía darse y llevarse a cabo. “El predominio de la literatura erótica demuestra que nuestro erotismo es anormal” concluye. Lo que explica por qué el adolescente Gabriel García Márquez recién graduado de bachiller en Zipaquirá, viese la poesía por todas partes, como ha dejado consignado en Vivir para contarla.

Es difícil imaginar –dice Gabito--hasta qué punto se vivía entonces a la sombra de la poesía. Era una pasión frenética, otro modo de ser, una bola de candela que andaba de su cuneta por todas partes. Abríamos el periódico, aun en la sección económica o en la página judicial, o leíamos el asiento del café en el fondo de una taza, y allí estaba esperándonos la poesía para hacerse cargo de nuestros sueños. De modo que para nosotros, los aborígenes de todas las provincias, Bogotá era la capital del país y la sede del gobierno, pero sobre todo era la ciudad donde vivían los poetas”.

Juan Lozano y Lozano dijo entonces que los poetas de Piedra y cielo eran el “síntoma disociador, débil, morboso, extraviado, decadente y erostrático” de una tropa cachaca y banal, desinformada y acrítica, que se daba cita en cientos de saraos de frac y disfraz, en una “arcadia de fiestas y doncellas al margen del planeta mundo” según Jorge Child. 

J.G. Cobo Borda, cuarenta y dos años después, sostuvo que los Piedracielistas confundieron  la poesía con el elogio a las reinas de belleza y “el conocimiento de nuestra situación con el fascismo”. Y agregó:

Lo verdaderamente grave fue su cobardía, su temor verbal, sus temores insípidos. No atreverse a ir nunca más allá de lo prefijado, no por la Academia, que jamás ha existido, sino por su propia conciencia conservadora. No ser capaces de combatir un enemigo que diariamente les hería. Se hablaba de realidad vital, de la huella profunda de la sangre, pero los versos jamás dijeron nada distinto a su nostalgia desvaída. Siguieron desgranando un paraíso perdido, sus doncellas demasiado esbeltas y como de humo; siguieron agitando la bandera, los ríos y el cielo de la patria porque al fin y al cabo tenían otra, pero todos estos elementos se evaporaron en una atmosfera excesivamente azul.” 02-11-09

Harold Alvarado Tenorio

Bibliografía