Los Nuevos

1910-1930

En la primera década de los años veintes en todos los países los Ismos respondieron, con una creciente perspectiva continental, a la iconoclasia de sus pares europeos negando radicalmente el realismo y la razón, la lógica, la estrofa, el metro, la rima y la sintaxis y adoptando nuevos motivos surgidos de la vida citadina: la velocidad, las fábricas, los obreros, y el cinematógrafo. El mundo del contrato social rousseauniano, optimista y liberal; la visión romántica de la naturaleza como un ser benigno y divino, habían sido transformadas por una centuria de desarrollo, la aparición de las grandes urbes, la vida hecha masificación y la evaporación de las viejas certidumbres cristianas.

Cuando Ezra Pound pidió la creación de un arte nuevo -«Make It New»-, apenas certificaba los cambios que habían sucedido desde finales del siglo pasado. Para Pound, las artes de este siglo tenían la obligación de adelantarse a su época, transformándose y transformando su propia naturaleza. Era necesario encontrar nuevos caminos, a través de la propia experimentación, descubriendo y disintiendo, a fin de liberarse de las estructuras del pasado. Había que abandonar el miedo a lo nuevo, a pronunciar nuevos nombres para las cosas, porque el mundo y sus cosas no eran más las mismas de ayer. Los artistas, «antenas de la especie», tenían que crear una nueva cultura rebelándose contra la existente, ser la vanguardia.

Mientras tanto, en América Latina los intelectuales buscaban una salida teórica honrosa a tantas agresiones como habían vivido en los últimos años.  La Revolución Mexicana, la Primera Guerra Mundial y el Movimiento Estudiantil de Córdoba habían hecho que las ya centenarias repúblicas estuvieran menos inclinadas a aceptar la supuesta superioridad cultural de la civilización europea.

El modernismo agonizaba. Los seguidores del más impersonal Darío habían convertido la poesía en algo hueco, con reminiscencias del simbolismo, sentimentalismo lunar y la exaltación del paisaje y tipos castellanos. Por esas razones las varias reacciones anti-modernistas, —fueran hacia la sencillez lírica, la tradición clásica, el romanticismo, el prosaísmo sentimental o la ironía—, aboliendo los asuntos modernistas enfatizaron en la metáfora, que sería el arma de fuego de los ultraístas. Greguerías como «La luna es un barco de metáforas arruinado», o «El arco iris es la bufanda del cielo», fueron el resultado lógico de las reacciones contra el modernismo rubendaríaco.

En Colombia se había vivido no sólo un ramplón sometimiento a los conservadurismos peninsulares, sino un obcecado servilismo a las pretendidas superioridades de las culturas llamadas clásicas. Los presidentes filólogos y los reaccionarios de derechas fueron quienes impusieron esos proyectos culturales. Luego de firmada la paz de Wisconsin, que puso término a la Guerra de los Mil Días, Colombia era un país de cinco millones de habitantes y uno de los mas atrasados del planeta. Los primeros intentos por modernizarlo fueron propuestos por el General Rafael Reyes, una suerte de déspota a medio ilustrar, que fue expulsado luego de cinco años de dificultades, que se verían agravadas por los gobiernos posteriores, todos de carácter marcadamente pro imperial y reaccionario.

Pero si bien algunos sectores de los artistas latinoamericanos decidieron mirar hacia si mismos, buscando el rostro en los campos y las tradiciones, en otros lugares como Buenos Aires, Río de Janeiro o México los avances de la ciencias, la tecnología, el proletariado y las artes, apostaban al futuro. En Colombia lo hicieron quienes se agruparon bajo el nombre de Los Nuevos, cuyos mayores representantes nacieron y crecieron en la región mas progresiva de entonces, la Medellín de los arrieros y las nuevas industrias. De allí vinieron a la capital periodistas como Luís Tejada, sindicalistas como María Cano o poetas como León de Greiff, Ciro Mendía y aun cuando Luís Vidales había nacido en Calarcá, un pueblito del departamento de Caldas, su familia también era antioqueña. Vidales, como los anteriores, hace una poesía de verso libre, plena de humor, que lo separa de sus otros congeneracionales como Rafael Maya, Alberto Ángel Montoya o Umaña Bernal autores de una poesía que si bien abandona los mitos y las lágrimas, seguirá inscrita a marcha marchamo en la tradición españolizante.

La revista Los Nuevos apareció en Bogotá el 6 de Junio de 1925. Pero como grupo, deben su nombre a una publicación en El Tiempo, del Sábado 22 de Agosto de ese mismo año titulada Una página de los nuevos, donde figuraban, con implacable acierto, Germán Arciniegas, Luís Vidales, León de Greiff y Jorge Zalamea. El grupo original estuvo integrado, además, por Alberto Lleras Camargo, que sería luego presidente de Colombia en dos ocasiones, gestor del fracaso de la Revolución en marcha de Alfonso López Pumarejo y creador del Frente Nacional, la mas funesta de las invenciones políticas de nuestra historia; Felipe Lleras Camargo, Gregorio Castañeda Aragón, Rafael Maya,  Jorge Eliecer Gaitán, Eliseo Arango, Hernando Téllez y José Mar. Un grupo heterogéneo de escritores e ideólogos, que participaron en la redacción de los únicos cinco números que tuvo la revista que les dio nombre, en un país que apenas vislumbraba las desgracias de la industrialización y el urbanismo capitalistas. Año 1925 que dio también a la imprenta la primera edición De sobremesa, la novela de Silva, Tergiversaciones de De Greiff, Luna de enfrente e Inquisiciones de Jorge Luis Borges, Civilización manual y otros ensayos de Baldomero Sanín Cano y Residencia en la tierra de Neruda.

No fueron Los Nuevos ni una generación ni un grupo, sino más bien individualidades que desde la derecha y la izquierda participaron activamente, como políticos y como periodistas, en el intento de ingresar el país en las corrientes modernizadores del siglo XX, ya fuera militando al lado de las internacionales obreras o tomando partido por las tesis del estado fuerte del fascismo italiano o los monarquistas franceses, como era el caso de Silvio Villegas, Eliseo Arango o José Camacho Carreño.

El colectivo se reunía casi cotidianamente en dos cafés del centro de Bogotá, congestionado ya con sus trescientos automóviles, el Windsor y el Riviére, que ofrecían, aparte de licores y comidas, música en vivo por las tardes, cuando los tradicionales negociantes de ganados y tierras iban abandonando los cafés y llegaban los poetas, no sólo para hablar de los sucesos recientes en el parlamento sino para discutir sobre la última película estrenada, o los viajeros que llegaban por avión y los acontecimientos de la farándula criolla, que paseaba los domingos -a pie o en coche de caballos-, por el Camellón de las Nieves luego de ir a misa ataviadas, ellas, con sombreros de pluma y guantes de piel, y ellos, de chaqué, sombrero de copa y pantalón a rayas. Una sociedad minoritaria que oía Bohemia y Carmen, bebía champagne a un peso con cincuenta, vestía en Londres y hasta se afeitaban en Paris porque había dinero en abundancia, el café se vendía a buen precio y el capitalismo asomaba su horrenda nariz. “El oro salía de Colombia, escribió Joaquín Tamayo en 1941, como la sangre de una vena rota.”

Fueron Los Nuevos uno de los más notables colectivos de intelectuales colombianos del siglo pasado y el más preclaro antecedente, como generación, de la tragedia que viviría otro sector de la intelectualidad nacional casi treinta años después, los de Mito, así les hubiese interesado, tanto o menos que aquellos, la extendida discusión sobre los seres de la “lírica moderna” y su destino en un mundo que ya presentía la rotura que trajeron las guerras más atroces del siglo.  “Pusieron en tela de juicio la sociedad que no pudieron demoler” dijo de ellos Rafael Gutiérrez Girardot. “Fueron conformistas y tardos ante la súbita llamarada que encendían sus compañeros latinoamericanos. A la herejía y la insolencia opusieron un tono asordinado”, sostuvo Charry Lara.

Harold Alvarado Tenorio

Bibliografía