Fernando Arbeláez

1924-1995

Desde muy joven y recién llegado a Bogotá de la distante Manizales, donde había nacido, Fernando Arbeláez gozó de una aureola de niño prodigio entre los contertulios de los cafés que frecuentaban los poetas de los años cuarentas. Tanto así, como para que la revista Semana, dirigida por Hernando Téllez, le colocara en la carátula de uno de sus números dedicados a los jóvenes poetas, a quienes llamaban Cuadernícolas, por el formato con que habían publicado algunos de sus libros. En esa edición y en las páginas interiores aparecían los otros entrevistados: Charry Lara, Mutis, Andrés Holguín, Gaitán Durán, Maruja Viera, Omer Miranda, Guillermo Payan Archer y Jaime Ibáñez.

Arbeláez, al parecer de origen muy humilde, había estudiado latines y griego en el seminario de su pueblo y antes de hacer una carrera de abogado, que nunca ejerció, fungió de maestro de escuela, trabajó en un laboratorio de productos farmacéuticos y vendió tractores en municipios del bajo Magdalena. Una vez en Bogotá, su destino literario quedó cifrado. Su amistad con los Nuevos y su vínculo con los de Mito, en cuyo primer número publicó la traducción de un poema de Perse, le llevaron a la poesía de Pound y Eliot a quienes admiró con fervor. Mas adelante ocuparía diversos cargos burocráticos, uno de ellos como director de extensión cultural del ministerio de educación bajo el gobierno de Valencia y el ministro Gómez Valderrama, cuando publicaron la obra de Arturo, la de Charry Lara y el Canto llano del propio Arbeláez. Otra de sus empresas memorables fue traer por primera vez a Colombia a Jorge Luís Borges, a quien acompañó en Bogotá, Medellín y Cartagena. Arbeláez sería después diplomático en Suecia y viajaría, gracias a varias becas y bolsas de estudio, por el oriente, hasta que terminó viviendo en un suburbio de Washington y desempeñándose como bibliotecario del Banco Interamericano de Desarrollo. A finales de los años ochentas regresó a Colombia, donde gozó de la amistad y del afecto tanto de sus compañeros supervivientes como de la nueva generación.

La obra poética de Arbeláez está reunida en unos pocos volúmenes y responde, tanto por sus intereses como por sus maneras expresivas, a las supersticiones y credos literarios de su tiempo: un escepticismo torturante acerca de la eficacia del lenguaje para comunicarse entre los hombres y otra no menos incredulidad ante la inasible realidad, tanto ideológica como histórica. Eliot y Joyce, a quienes hay que agregar, a medida que crecía como poeta, una incontenible fascinación por las tesis del taoísmo y otras doctrinas orientales. Escribir, para Arbeláez, era una suerte de trance y rito mágico mediante el cual estamos ante la inminencia de una secreta revelación que nunca aparece, una búsqueda zen hacia lo arcano y distante. Lo que nos conduce a una segunda premisa de su temática, el poema como un acto de mendicidad incesante por lo absoluto. Etc. Etc. Elementos que quizás estén resueltos en uno de sus poemas capitales, El viejo de la ciudad, que recrea la parábola vital de Kavafis, el poeta de Alejandría, de quien Arbeláez fue, si no nos engaña la historia, el primer traductor al español.

 

Harold Alvarado Tenorio